El profesor gesticulaba frente al pizarrón, tratando de que los estudiantes le tomaran atención alguna vez. Alicia lo miraba, sin realmente verlo. Sólo pensaba en que era otro día, igual a todos. Intentaba parecer interesada, pero su cabeza desganada se apoyaba sobre su brazo derecho como si en cualquier momento caería desplomada sobre el piso de la sala.
Comenzó a dibujar pequeñas flores en el cuaderno, donde sólo había anotado la fecha. Un círculo de flores todas iguales, a las que agregó otras más grandes, rodeándolas. El profesor ya no tenía voz, ni siquiera estaba ahí. Alicia canturreaba una canción triste, de moda en las radios, y llenaba con flores cada vez más grandes la hoja de papel, hasta que no quedó ningún espacio en blanco. Para ese entonces, la clase ya había terminado, todos reían y el profesor se había sentado en su escritorio, con actitud derrotada. O quizás aliviado, pensó Alicia.
Francisca, una compañera que no tenía nada de particular para Alicia, se quedó mirando el dibujo de las flores que agresivamente habían invadido la hoja y se lo pidió, con algo de timidez. Alicia arrancó la hoja y la extendió a su compañera, sin decir nada. Luego tomó su mochila y salió, arrastrando los pies con cansancio.
Francisca dobló la hoja y la guardó dentro de su cuaderno de matemáticas. Tomó su mochila, y al salir se juntó con Tamara, su mejor amiga en el colegio y conversando animadamente caminaron hacia la salida. Ella le contó a su amiga que había tenido un día horrible, lleno de materias absurdas y aburridas, además de tener que aguantar cómo el imbécil de Ricardo coqueteaba abiertamente con la Lissette, aquella chica tan ordinaria que había llegado a mitad de año. Tamara la tranquilizó, diciéndole que de seguro sólo era un juego, que lo más probable es que Ricardo aún siguiera interesado en ella. Aunque había pensado decírselo en algún momento, prefirió no informarle de los rumores que circulaban en los pasillos del colegio. Y que no dejaban muy bien parada a su amiga.
Cuando ya iban llegando al paradero de microbuses ya habían olvidado conversar de dramas y se reían recordando aquella vez en que fueron juntas a la fiesta de aniversario de los cuartos medios y, colándose entre las cortinas que adornaban el gimnasio, fueron directamente al mesón de copete. Francisca recordó haber bebido mucho tequila, mientras Tamara desde esa vez juró nunca más probar el ron.
La micro pasó enseguida y las dos chicas se subieron. Iban otros compañeros del colegio, pero ninguno conocido. Ambas se fijaron en un chico que parecía estudiante universitario y comentaron que era muy guapo. Él se dio cuenta que ellas lo miraban y enrojeció. Se rieron, satisfechas de esa provocación. El universitario se levantó para bajarse y ellas notaron que le faltaba un brazo, y mirándose seriamente, no dijeron nada. Sólo cuando ya se había bajado del bus, comenzaron a reír. Una señora, que llevaba una voluminosa bolsa de compras, las miró con reprobación.
Tamara se bajó junto con varios de los pasajeros del microbús. Francisca se sentó junto a la ventana y abrió su mochila, sacando el cuaderno de matemáticas y el dibujo de las flores. Lo observó detenidamente, sintiendo una cosa extraña, como si hubiese visto ese dibujo antes. Sin duda, pensó, era un buen dibujo. Esa chica Alicia parecía tan rara y tímida. Ni siquiera le dijo algo cuando le dio el dibujo.
En la ventana cayeron algunas gotas de lluvia. Francisca pensó en lo que haría: con lápices de colores le daría vida al dibujo y luego lo pegaría en su habitación. Quedaría precioso. Pero también tendría que cocinar e ir a buscar a su hermano pequeño. Cuando aún quedaba un rato para llegar a casa, apoyó su cabeza sobre el vidrio y se durmió.
Alicia tomó el camino más largo que llevaba de su colegio hasta el paradero de los microbuses. Quería llegar allí cuando todos los demás estudiantes ya se hubiesen ido. No soportaba tener que encontrarse con uno de sus compañeros, y lo que es peor, hablarle.
El bus venía casi vacío, por lo que se dio el placer de elegir un asiento en la ventana. Le gustaba eso de mirar a la calle, las casas y la gente. Podía imaginar muchas historias de esa forma, y construir verdaderas teleseries que luego olvidaba rápidamente.
Pero hoy era diferente. Apenas veía lo que ocurría afuera. Aquella chica… Francisca, sí, así se llamaba. Nunca le había hablado hasta ahora, y para pedir que le regalase ese horrible dibujo de flores. En realidad tenía todos sus cuadernos llenos de dibujos de flores, casi siempre iguales. Una vez intentó hacer uno con animales, pero le quedó tan horrible que lo rompió en cientos de pedacitos y no volvió a dibujar en una semana.
Pero ahora, justo cuando el dibujo había adquirido una sutil perfección, alguien había aparecido y se lo había pedido. No supo qué hacer. No quería ser la niña tonta que se enojaba porque le pidieran un dibujo infantil. Pero tampoco confiaba en que su trabajo fuera objeto de admiración de otros chicos. Pensó incluso en que podía deberse a la planificación de una broma, pesada sin duda, y de la cual ella escaparía insultando a quien se le pusiera por delante.
Sin embargo entregarle el papel a Francisca le dio un poco de alivio.
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