V acababa de entrar en su departamento cuando el teléfono comenzó a sonar. Aún con el abrigo en el brazo respondió algo molesto.
-V, soy R. ¿Puedo verte más tarde?
V suspiró. Miró su reloj, eran las siete de la tarde. Se sentía muy cansado, pero al mismo tiempo debía reconocer que hace mucho tiempo no veía a R. Desde aquella vez cuando tras una discusión estúpida él le propinó un par de puñetazos, y R salió de su departamento tirando la puerta y cubriéndose la nariz ensangrentada con un pañuelo. De eso habían pasado once meses…
-Claro… Mira, puedes venir como a las 8.
Colgó y se quedó sentado en el sofá con el abrigo sobre las piernas. Necesitaba un trago, pero estaba cómodo ahí. Ni siquiera estaba seguro de querer ver a R. De seguro vendría con alguno de sus problemas emocionales. Y él, como siempre, no sería capaz de decirle la verdad de nada. Sólo escucharía, bebiendo hasta emborracharse.
Finalmente se levantó y tomó una ducha corta. Ordenó un poco el departamento y se preparó un sándwich con una cerveza. Sólo entonces reparó en que tenía únicamente vino. R odiaba el vino. Tampoco bebía cerveza.
Marcó el número de R para avisarle que pasara a comprar algo de gin o de vodka. Pero ya iba llegando al edificio, y no había ningún negocio cerca. Al menos alguna botillería. Tendría que contentarse con algo de café.
R entró tímidamente al departamento. V recordó el día en que se le acercó en el patio para darle unas galletas y un jugo. Desde ese día eran amigos. Sintió un poco de nostalgia. Había pasado ya mucho tiempo. Pero sus formas de actuar seguían siendo las mismas.
Se sirvió un vaso lleno de cerveza y le preguntó a R si quería café. Él se negó, y se sentó en el sillón favorito de V. Tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera llorado mucho. Al mirarlo bien se podía apreciar que ya era un hombre mayor, lleno de experiencias, y no todas agradables. Se preguntó si él daba la misma impresión.
De repente se le vino a la memoria los años de fiestas y de borracheras interminables. Las mujeres jóvenes que abundaban y se acercaban solas. Los fines de semana cargados de promesas, típicas de hombres jóvenes.
Y ahora eran dos hombres ya viejos, solos, juntándose para llorar sus problemas. V se bebió de un trago toda la cerveza.
-¿Qué querías decirme?
R se movió inquieto en el sillón. Sacó una cajetilla de cigarros y encendió uno, aspirando ansioso y buscando con los ojos un cenicero a mano. V le tiró uno de latón.
-Ya sabes que la M me dejó… La cosa es que ayer vino a mi casa, a buscar unas fotos según ella, y yo estaba curado, porque me había tomado tres vodkas tónicas en un bar después del trabajo…
Aspiró el cigarrillo, acabándolo y encendiendo otro. No miraba a V, miraba a cualquier lado del departamento. V se sentía como un terapeuta.
-Yo me puse a recriminarle cosas, al principio medio en broma, pero cuando vi que ella no me hacía caso y tenía esa sonrisita de estúpida en la cara, me piqué y comencé a ser más cruel. No podía dejar de decirle cosas. Cosas feas.
Se levantó y caminó nerviosamente hasta la cortina, abriendo un poco y mirando hacia afuera, con el cigarrillo y el cenicero en la mano.
-Le dije “puta”, “idiota”, “arrastrada”… Cosas así. Pero nada le afectaba. Eso me ponía furioso. Hasta que me cansé y la dejé sola. Yo me fui a la pieza y me recosté, y empecé a mirar tele.
Se volvió a sentar y se pasó las manos por los pantalones, como secándose el sudor. Era un gesto que V lo había notado ya desde cuando eran niños. Nunca supo porqué lo hacía.
-Al rato ella fue hasta mi pieza y se quedó mirándome desde la puerta. Me dijo que había terminado y que se iba. Llevaba una caja con las fotos y quizás con qué otras porquerías. Yo ni la miré, sólo me encogí de hombros y le dije chao. Ella suspiró, de esa forma que tiene que me hace parecer como si fuera una guagua y que me molesta mucho, y se fue.
V llenó nuevamente su vaso con cerveza y se sentó frente a R. Tomó uno de sus cigarrillos y lo encendió.
-Todavía no entiendo qué me has venido a contar, R.
-Tranquilo. Ahora viene la parte que te incumbe –respondió, encendiendo otro cigarrillo. El aire en el departamento se iba poniendo cada vez más denso –Cuando fui a ver si había cerrado la puerta encontré una hoja sobre la mesa. Una nota de ella, claro. Decía que ni siquiera me odiaba, simplemente no sentía nada por mí.
R suspiró, aplastando el cigarro a medio fumar en el cenicero. Volvió a frotar sus manos en el pantalón.
-Y decía que te preguntara acerca de la vez que ustedes se habían acostado. Una noche que pasamos los tres, tomando hasta cansarnos y hablando de cosas de la vida… Yo, como es usual, fui el primero en caer rendido y ustedes me llevaron a la cama, riéndose todo el rato. Después volvieron al living y se pusieron a culiar… Así lo escribió ella. Sencillamente, a culiar.
V miró la ventana cerrada. A su mente volvió el recuerdo de esa noche, y por un momento se sintió excitado. R lo miraba sin expresión alguna, pero esperaba una explicación. Por un segundo, V sintió que tenía un poder especial sobre R. Algo de lo cual siempre había sabido, y que ambos respetaban mutuamente.
-R, no vale la pena negarlo. Si la M lo dice, es así. Eso pasó.
R se levantó, lo miró con una sonrisa y asintió. Caminó hacia la puerta y salió, sin decir nada. V se quedó sentado, terminando el cigarro y la cerveza. Sentía una mezcla de culpa y de satisfacción. Pero también se sintió cansado, muy cansado.
Se levantó y abrió la ventana para que saliera el humo. Miró hacia las miles de luces que a esa hora iluminaban Santiago y se preguntó en cuál de ellas habría otro hombre como él, también mirando por la ventana, y también preguntándose lo mismo.
Se conocieron el primer día de clases, cuando llegaron al segundo básico de la Escuela Argentina. La profesora, ansiosa por acabar rápido el día, ordenó a todos los niños de acuerdo a su estatura: los más bajos adelante y los más altos atrás. De esta forma V y R se sentaron juntos en la última mesa de la sala, porque ambos eran los más altos de la clase.
R habló nerviosamente a su compañero de banco, esperando que se hicieran amigos de inmediato. No deseaba estar solo vagando por los patios de la escuela en el recreo, tal como le había pasado en gran parte de primero básico. Pero sus intentos por ser simpático fueron en vano. V apenas respondía con monosílabos y, siempre con la cabeza gacha, lo único que hacía era pequeños dibujos en la última hoja de su cuaderno.
-¿Te gusta dibujar? –le preguntó R, intentando lograr un tema en común. V se encogió de hombros, sin mirarlo. La profesora ya había comenzado la clase, escribiendo en el pizarrón su nombre y hablando apuradamente. R cerró los ojos, deseando con todas sus fuerzas que a la profesora no se le ocurriera obligar a cada niño a levantarse y presentarse ante toda la clase. Sin duda, él se pondría nervioso y comenzaría a ponerse rojo y a sudar.
La profesora, como adivinando su pensamiento se sentó tras su escritorio y dijo:
-Bueno, ahora cada alumno se levantará y dirá su nombre. Empecemos por los de atrás, los más altos de la clase.
R sintió que la sangre subía a su cara, e hizo un ademán como preguntando si le hablaba a él. La profesora asintió. Todos los chicos lo miraban ahora. Se levantó torpemente y con la cara roja y la espalda mojada recitó:
-Me llamo R. Vengo de la Escuela número tres.
Se sentó enseguida, notando como sus pantalones húmedos se pegaban a la silla, pero respirando más tranquilo. V se levantó y con voz muy segura se presentó, esbozando una sonrisa al final de su nombre. La profesora también le sonrió.
R apenas se dio cuenta de los demás y de sus nombres. Sólo pensaba en la seguridad de V y en cómo él desearía tenerla. V seguía con la cabeza gacha, terminando de rayar la hoja del cuaderno.
Una vez que el curso completo terminó de presentarse, la profesora ordenó que sacaran sus cuadernos y lápices porque harían algunos ejercicios de matemáticas, para ver el nivel con el que se presentaban. R abrió su bolsón y se dio cuenta que su madre no había metido el estuche con lápices. No tenía ni siquiera uno. Sin poder evitarlo se puso rojo y miró a sus compañeros con preocupación.
V lo miró de reojo y se dio cuenta de su nerviosismo. Sacó otro lápiz de su estuche de cuero y se lo ofreció:
-Toma. Yo tengo más.
R lo tomó y respiró más tranquilo. Comenzaron los ejercicios y la clase quedó sumida en el silencio. Sólo se escuchaban el suave rasguño de los lápices y el crujido de las hojas. La profesora los miraba atentamente, jugueteando con la tapa de un libro.
Cuando sonó la campana del recreo la profesora pasó recogiendo las hojas con los ejercicios y los niños salieron hacia el patio conversando animadamente acerca sus resultados. R salió apresurado al baño.
Después salió al patio mucho más tranquilo. Bostezó y caminó hacia el quiosco que vendía dulces para comprarse unas galletas, cuando vio a V sentado en un rincón algo escondido. Estaba solo, y lo único que hacía era dibujar en el cuaderno. Sólo entonces R recordó que no le había agradecido el lápiz. Corrió hacia el negocio y abriéndose paso entre los inquietos chicos que se apretujaban para pedir, compró dos paquetes de galletas de chocolate y dos jugos.
Llegó hasta donde estaba V y estirando su mano le ofreció un paquete de galletas y un jugo.
-Toma, como gracias por el lápiz –le dijo bruscamente. No quería parecer una niñita, pensó.
V levantó los ojos de su cuaderno rayado y tomó las galletas y el jugo, diciendo gracias. R se sentó a su lado mirando los dibujos que hacía su compañero. Ambos comían con apetito, y de vez en cuando levantaban la vista hacia el patio donde estaban los demás. No se dijeron nada más, pero era como si hubieran sido amigos desde siempre.
R vivía sólo con su madre en un departamento en el centro. En el edificio sólo vivían ancianos y uno que otro soltero, pero no había más niños que él, por lo que pasaba solo gran parte del día. Su madre era secretaria de una oficina de abogados cercana, por lo que almorzaban juntos todos los días, una vez que R había llegado del colegio. Ella era una mujer atractiva, de apariencia joven y despierta. Muchos se preguntaban si era la hermana de R, y se asombraban cuando se enteraban que era la madre. Pero para él, sin duda que la relación era lo más cercana a un hermano de lo que nunca tendría.
Desde pequeño había aprendido a hacer las tareas de la casa, como si en realidad significara lo más natural del mundo para un niño de su edad. Su madre nunca lo obligó a hacer esas cosas, sólo se lo había planteado hablándole como un adulto y él había aceptado. Como era un niño más bien solitario era capaz de crear complejos juegos, como armar ciudades completas utilizando libros y fabricando pequeños aviones de papel y organizando rutas de vuelo. Nunca se aburría.
Lo que sí había descubierto es que en el colegio le costaba mucho integrarse al curso. El tercer año básico fue difícil, no por rendimiento académico, sino porque había terminado el año sin lograr tener un solo amigo importante. Los demás chicos lo miraban raro, como si fuera un chico mayor, y él, a su vez, sentía que se aburría terriblemente con ellos. Jugar a la pelota era una tortura emocional, donde nunca era capaz de ser uno más del equipo
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